La nueva película filosófica de Terrence Malick muestra, con su extraordinaria calidad y sus tres horas breves, que la ha pensado profundamente y que necesitaba un tiempo para contar adecuadamente una historia estremecedora. Es la de Franz Jägerstätter y su mujer, Fani, que son granjeros en un pequeñito pueblo de los Alpes austríacos, Sankt Radegund, de imponente belleza.
Malick se esfuerza por mostrarnos con realismo y una cámara dinámica cómo es la vida del campo: cómo se siembran patatas, cómo se aventa el trigo o se aran las tierras. Cómo se corta la leña, se teje la lana o se recolectan las hortalizas. No hay idealismos ni cursilerías, cuando se nos muestran las manos endurecidas y las uñas sucias, o la inclemencia del clima, cuando hay que ir a buscar leña o alimento en la nieve inmensa. Hay voluntad de contar que así son las cosas, cuando el hombre vive mirando la montaña y siendo mirado por ella, y cuando se deja habitar por el tiempo natural. Ha sabido contar, con desconcertante acierto, cómo es la “música del campo”. Pero no se deja llevar el director por ninguna mezquindad: la gente del campo puede que se ensucie las manos -y todo el cuerpo- cuando trabaja, al querer sacar alimento para ellos y para todos los demás; pero tiene una interesante elegancia natural y refinamiento cuando llega, por ejemplo, la fiesta del Corpus Christi y todos se engalanan, o cuando se precisa ir a Salzburg a asuntos administrativos, o cuando toca despedirse en la estación de tren, en una escena intensa y emocionante. La gente sencilla, nos dice sin palabras el director, sabe de belleza, y mucho. Es interesante cómo Malick ha jugado con el concepto de limpieza y de suciedad en su película, pues revela que esta puede ser exterior, pero lo es mucho más interior, de dentro del corazón de las personas, cuando se dejan dominar por ideas podridas o por pasiones muy poco aseadas. Se ha esforzado el director, además, en mostrar cómo las mujeres del campo, con su vida de sol a sol y su maternidad bien recibida, pueden ser esbeltas y muy ágiles, con mirada limpia y mente hospitalaria.
No hay tampoco concesiones a los tópicos de nuestros tiempos. No las hay a las supuestas sociedades heteropatriarcales, pues ahí trabaja todo el mundo, desde el panadero, que hornea los panes y a veces, como ellos, se calienta por dentro ante los eventos circundantes, hasta la mujer de avanzada edad, que mientras le sea posible, colabora con su comunidad en la siembra, la venta o el lavado de la ropa-. Tampoco las hay a la liberación” de la mujer -produce compasión la escena en la cual las dos hermanas, ante la carencia de ayuda y de fuerza física masculina, se deciden a trabajar los campos o a transportar una plataforma y muchísimo más la produce el brote de incomprensión que Fani experimenta, ante los eventos que la abocan a la soledad no deseada-. Ni tampoco los hay a las vanas esperanzas depositadas en un omnipresente poder nacional socialista, que acaba por apisonar las vidas individuales y por triturar a la persona singular.
No lo hay tampoco al animalismo. En Sankt Radegund se cuida a los animales (vacas, cerdos, ovejas, gallinas, ocas), y con enorme esmero, pero también se mantiene la honda conciencia de lo que son, animales, y, claro, como el hombre lleva haciendo durante milenios, se los sacrifica para servir de alimento. El hombre es responsable de ellos, pero su grandeza está en haber lanzado sobre ellos proyectos humanos, haberlos domesticado, en el sentido más noble del término. Y sin duda la película muestra que los animales no pueden ser sujetos de derecho, aunque viviendo al lado de los humanos tienen, probablemente, sus mejores vidas posibles.
El director no se excede en las palabras. Sorprende, una vez más, comprobar cómo un metraje de 3 horas no abunda en ellas, ni tampoco en escenas violentas o escabrosas. Ya sabemos de la perversión de estos eventos históricos y no es preciso insistir en ello. El propósito del film es más bien contar con coherencia cómo es posible que un hombre joven, con una esposa ideal y unos amores logrados, que le han dado tres hijas felices, se haga consciente, a pesar de sus vecinos, a pesar de su circunstancia, a pesar del capellán local y del arzobispo regional, de que no le es posible, por razones morales, jurar fidelidad al Führer austríaco, ni apoyar, por activa o por pasiva, sus pretensiones.
Solo un hombre, con hondas convicciones y con conciencia de ser alguien frente a su Dios, es capaz de mantenerse firme y de declarar ante unos que él no tiene todas las respuestas, ni juzga a los demás, y ante otros, que no le es preciso firmar ningún documento espurio, pues ya es un hombre libre.
El espectador va asistiendo, con la conciencia de cómo acabará la historia, al desenvolvimiento de la inicial felicidad, de la felicidad con problemas -cuando van surgiendo las rencillas, los desprecios y malos gestos vecinales- y de la problemática pero indudable felicidad final, en la que el hombre es auténtico consigo mismo y en todo momento dueño de su libertad.
Malick se ha esforzado por contar, con la grandeza que le es propia, una historia moral, la historia de cómo un hombre fiel a sí mismo no puede traicionarse, solo por ser “igual que los demás” y querer aferrarse cómodamente a una vida finita.
El espectador no puede menos de preguntarse, a la inversa de lo que seguramente los protagonistas se preguntaron, cómo puede el ser humano dejarse invadir por la estupidez y por algunas ideas maniáticas, hasta el punto de anular la condición personal del otro. Si en el momento histórico ellos probablemente consideraron que Franz Jägerstätter era el equivocado y el molesto, hoy nosotros, con la perspectiva que da la distancia, nos preguntamos qué es lo que fue pasando previamente para que todos menos el hombre lúcido, es decir, las grandes masas, se dejasen hipnotizar y arrastrar irracionalmente por ídolos políticos, que eran profundamente errados. Los molestos, para nosotros, son los hombres serviles y acomodaticios, que por mantener su status eran capaces de ejercer bestialmente la violencia contra sus semejantes y contra la realidad mismas. No podemos menos de preguntarnos, a la inversa que los capciosos que aparecen en la película, qué hubiera sucedido si hubieran sido muchos más los que se hubieran negado a rendir pleitesía a dioses demasiado humanos. Los de arriba, los del medio y los de abajo.
Si no abundan las escenas de violencia en la película, sí consiguen las que hay que el espectador se haga cuestión de las razones de tal brutalidad y obcecación: por qué la rabia ante un hombre que da de comer un poco más a otro cuando ambos son alimentados peor que animales; por qué la rabia ante un hombre que vive para el campo, para su familia y para labrarse un futuro; por qué la rabia ante alguien que no se somete tontamente y sigue ejerciendo, aún a pesar de no tener libertad física, su libertad más interior.
Hay algunos momentos en la película que se quedan grabados en la retina, y permanecen con la fuerza de los gestos logrados. Uno de ellos es la felicidad reposada del matrimonio Jägerstätter cuando están tumbados en los campos austríacos, el viento creando su música, las niñas cerca, y ellos se contemplan morosamente, con un amor profundamente personal. Se preguntan si tendrán más hijos. Es un momento de enorme fuerza, pues Franz ha estado previamente en los entrenamientos y ya entonces se ha hecho patente el ambiente de brutalidad y enrarecimiento que se estaba fraguando en Austria. El hombre busca la felicidad aún en los mayores infiernos. Y a veces es capaz, desde su decencia, de conseguirla.
Otro de estos momentos de enorme fuerza expresiva es aquel en el que Franz es denigrado por un juez, que vocifera exasperado cuando el granjero dice que no quiere decir nada a su favor -quizá porque el mismo juez es consciente en su fuero interno de la maldad de todo aquel sistema y de cómo él mismo colabora con ella-, mientras es tratado con educación por un alto cargo, que le llama en privado y quiere interrogarle sin gritos irracionales que son ya demasiado expresivos. Qué gran gesto logra Malick cuando, tras salir el humilde y honesto granjero, que no tiene muchas razones, pero sí algunas muy claras, el potentado ocupa el lugar del acusado y adopta su mismo gesto, como un intento psicológico de ponerse en su lugar y de atreverse a ser auténtico en un mundo demencial.
Finalmente, hay un momento en el que el hombre se encuentra frente a frente con su destino. Alguien le entrega una tabla y una hoja para escribir. Un minuto, quizá unos preciosos minutos de tiempo. Herr Jägerstätter no duda en a quién debe dirigir esas palabras; ni el contenido de las mismas. Se trata de condensar en pocas líneas el sentido de su vida y la importancia de las personas que la habitan. Es un hombre de certezas y estas brotan en la espontaneidad de un hombre sincero. En el sitio que le precede, un muchacho de vida vacía no sabe a quién debe escribir ni qué.
En tiempos convulsos, Malick se ha atrevido a hacer un cine lleno de belleza -la tienen, y grandiosa, los paisajes donde transcurre la mayor parte de la acción, el cuidado de los idiomas en la versión original, así como la altura moral de los protagonistas-, pero también de verdades metafísicas, como la insensata capacidad del ser humano de inventarse maldades cada vez mayores y de fomentar odios cada vez nuevos, que le destruyen a sí mismo y al mundo que le rodea. ¿Estará este director filósofo -o, quién sabe, este filósofo cineasta-previniendo a sus espectadores del peligro que tienen nuevas ideologías totalizantes y del lugar sórdido al que conducen?
Antes y ahora, el hombre siempre tiene a su alcance la capacidad de vivir su propia vida auténtica, esa vida quizá oculta, pero que precisamente por ello permite una confrontación consigo mismo y con instancias superiores, que es la que a la larga cambia la historia. Franz Jägerstätter, con su honesta negativa a prestar servilismo a una ideología perversa, parece estar diciendo a un Estado invasivo y dominador: “Tú no puedes entrar aquí. La conciencia es un espacio sagrado. El Estado no es un dios”. Grandes aciertos de Malick en épocas de escaso respeto a las conciencias. Pues ha sido capaz de mostrar cómo la fe madura en un Dios personal libera al hombre, mientras que la fe ciega en ideologías totalitarias le esclaviza.
En el siguiente enlace se puede leer una excelente crítica de la película, con detalles sobre el preestreno en Italia, al que ha asistido también Terrence Malick. En el mismo está incluida una referencia a la correspondencia entre Franz y su mujer, hasta ahora, en inglés: https://filasiete.com/critica-pelicula/vida-oculta/
Nieves Gómez Álvarez